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A PUNTA DE ESPERANZA 

 

 

Los pronombres son los signos más enigmáticos de nuestra 

lengua. Su sentido solo se concreta en el momento de la acción. 

Yo soy “yo” cuando hablo pero cuando escucho soy “tú”. Tú 

me lees o me escuchas siendo “tú”, pero sin abandonar el “yo” 

que piensa o siente a través de lo que escribo. 

Todos los nombres tienen su pronombre, que no es otra 

cosa que su correspondiente exacto de anonimia, de falta de 

identificación. Algunos están en nuestra imaginación como sombras 

plurales, coros griegos que acompañan nuestras vidas. Les 

ocurre a “ellos”, personas que andan a nuestro alrededor como 

la música de fondo de nuestra existencia, que solo los define no 

ser nosotros, ni siquiera cercanos. Los “ellos” suelen condicionar 

nuestras vidas, empujan con fuerza el globo hinchado de nuestro 

ego, suelen ser ajenos, enemigos, aunque compartan nuestra 

misma sustancia. El “nosotros” es algo más ameno y cercano. 

Designa a toda aquella persona que nos acompaña, aunque hay 

diferentes categorías: el nosotros que ha crecido con nuestros olores 

y juegos, el que ha acompañado nuestras penas, el que sufre 

a nuestro lado y el “nosotros” casual que ha caído en la misma 

casilla del juego de la vida. 

Los pronombres reyes de nuestras vidas son el “tú” y el 

“yo”, redondos, perfectos, desprovistos de género. Una apelación 

directa a la comunicación, a una existencia propia, a una experiencia 

única para guardar o compartir. Lo más irónico es que 

los pronombres que creemos más personales, ese “tú y yo” que 

la poesía clásica nos alumbra como signo definitivo de todos los 

sentimientos, son a la vez los más universales y anónimos. A fin 

de cuentas, todos somos yo en cualquier instante del día. 

Quizá el vacío de la existencia tiene que ver con esto. Seres 

solitarios, únicos e idénticos que explotan, como pompas de 

jabón en el intervalo fugaz que va desde su hinchada y brillante 

soledad hasta que la presión del aire, de ellos, de los otros, le hace 

estallar sin dejar rastro alguno. 

Víctor ha aprendido de Baudelaire la irrupción brusca de 

los otros en nuestras vidas, la volatilidad absoluta de ese “yo” 

que se escapa, el impacto de “ellos”, que somos “nosotros”, que 

soy “yo”. Por eso, en el deslumbrante poema inicial de esta obra 

sólo nos concede diez segundos para levantarnos, empuñar la 

pistola y “a punta de esperanza, encañonar al enemigo”. 

El dolorido sentir del poeta no es exclusivamente personal, 

es la herida de percibir como propio todo lo ajeno, de haber 

llegado a la adolescencia con la experiencia centenaria de sus antecesores, 

de conocer demasiado bien el mundo como para no 

desear, a la vez, disolverse en él como un amante y destruirlo de 

un zarpazo cualquier madrugada. 

“Teníamos quince o dieciséis/ y alguno de nosotros 

ya era experto en abismos”, nos cuenta Víctor. Con unos cuantos 

versos compone la autobiografía completa de los hijos de aquellos 

emigrantes de los años setenta, cansados de vivir al otro lado, 

sin tierra cierta, con nostalgias ajenas y paraísos descoloridos. 

¿Qué puede hacerse con la flor de la rabia acumulada, 

cuando no surge del aburrimiento o la excesiva abundancia, sino 

de las miles de razones justas que tus padres ni siquiera pronuncian, 

pero que han llegado a ti como un conocimiento cierto de la 

esencia de la vida, antes incluso de que tu propia vida empiece a 

herirte? 

Víctor hace poesía, desgarra a veces la densa neblina que 

nos mantiene en la soledad, tiene encuentros reveladores, pero 

no puede evitar que vuelva a cerrarse el mundo, una y otra vez, 

como si hubiese desvelado un peligroso secreto, el que nos convertiría 

en un “nosotros” gozoso en vez de un “yo” dolorido. 

Estrangula el verbo para sacarle un sentido, lo despluma, 

lo sacude, intenta hacer de la poesía un instrumento para comprender 

lo que las viejas palabras gastadas encubren. A veces lo 

consigue, pero la paz no es su territorio. Demasiada paz, asusta. 

Nos cuenta. 

Con veinte años de edad, con cien de experiencia, el amor 

llega para imaginarse la dicha de ser jóvenes. Un joven que sueña 

ser joven porque de alguna forma la vida le arrebató ese tiempo 

en el que justamente vive. Le ha dejado solo el recuerdo de la 

infancia, como una isla aparte, de donde fue exiliado, prematuramente, 

a un tiempo confuso y un mapa de señales sin puntos 

cardinales. 

Sólo el amor nos devuelve a un tiempo sin tiempo. Dibuja 

geografías ciertas en las ciudades. Compone calendarios y esperas. 

Da sentido a los relojes. Ofrece un papel cierto, un objetivo 

a los sentidos, un afán de eternidad a fuerza de ahogarnos en el 

presente. 

El poeta siente las ganas de enamorarse del futuro. Quizá 

lo ha conseguido. Aunque su puño violento todavía esté apretado 

buscando al enemigo, aunque proclame que la paz es falsa, que 

la pluma que empuña se parece demasiado a una espada, está 

hambriento de futuro. Aunque lamenta no disponer de esa dosis 

de mansedumbre para ser definitivamente serio, practicar el deporte 

de la conversación casual, abandonar la conciencia molesta 

del que busca eternamente metáforas, imágenes, explicaciones 

sutiles de este mundo, a pesar de todo eso, cree posible el futuro. 

Lo ha escrito en la corteza del árbol de la vida con la navaja de la 

poesía. 

Sus sueños no lo engañan. Es verdad que, a veces, ha 

tenido que atracar su propia vida, robar sus sueños y volver a 

amarlos como botín robado de una guerra. Y nos lo regala con 

este impagable libro de poesía. Todo vivo. Personal y universal, 

como los pronombres. 

 

En Sevilla, en la primavera de 2013 

Concha Caballero 

 

 

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