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La confesión infinita. Antología personal de Miladis Hernández Acosta.

  • Foto del escritor: Vito Domínguez Calvo
    Vito Domínguez Calvo
  • 31 ene 2021
  • 6 Min. de lectura


Escribir un prólogo para un libro de poemas es un acto de amor, una comunión perpetua entre ese poemario y tu capacidad lectora y crítica, una unión permanente que vinculará ese título a tu nombre y tu nombre a su autor. Pero escribir un prólogo para una antología es un grado más en esa ascensión hacia los ejes invisibles del respeto y la admiración que puede uno desarrollar sobre una obra amplia que se alarga en el tiempo, el implacable tiempo. Escribir un prólogo para La confesión infinita (antología personal de Miladis Hernández Acosta, Guantánamo, 1968) es adentrarse en una producción que abarca casi treinta años de escritura poética, un ejercicio de acercamiento a su voz insular que arrastra y traduce al lector toda la cosmovisión de una poeta original, diferente, que camina hacia lo místico por los senderos de una fe primigenia. La confesión infinita no es sólo un conjunto de poemas, una colección de textos líricos separados en tres décadas, esta antología podría funcionar también como poemario autónomo, como obra indivisible, como unidad textual, cohesionada y firme, ya que su autora ha sabido concatenar los diferentes poemas como un todo único y de ahí su gran valor y mérito. El lector que asome su mirada y su conciencia sobre estos versos quedará enseguida inmerso en el discurso poético de nuestra autora, sometido a los vaivenes de su pensamiento, y verá multiplicarse el mundo a través de complejos juegos sensoriales claudicando su voluntad tanto a lo emotivo de su esencia última como al pensamiento y la meditación que provoca su lectura. Hernández Acosta no se deja llevar por florituras verbales, ni por fuegos de artificio, ni por la superflua belleza efectista de ritmos y tonos, nuestra autora prefiere otros caminos del lenguaje poético más auténticos, honestos y sugerentes. Poeta perteneciente a la Generación de los 90, Miladis Hernández Acosta ha sabido atravesar estos treinta últimos años con poemas contundentes, recios, poemas que han sabido soportar el paso del tiempo sin perder su fuerza original y que incluso han crecido con el devenir histórico. No hay mejor regalo ni mejor virtud que esa para un texto lírico, donde el juego de hacer versos termina haciendo mundos, y esos mundos acaban construyendo universos.


Así, de esta forma y manera, nuestra autora nos lleva por los lugares del viajero en La niebla del paraíso; acercándonos a Vietnam, Ucrania, Chernóbil, Santiago de Chile, Nigeria, lugares físicos pero también creadores de esa geografía sentimental donde los mapas del deseo se entrecruzan con los del pensamiento. Ese meditar de los sentidos, ese afán de perspectivismo, y esa mirada que va desde lo personal a lo universal es una parte y un todo, visión fragmentaria de la realidad pero también asimilación del orbe que lo contiene. En Memorias del abismo, sin embargo, vemos una temática sin puntos cardinales o latitudes físicas, asistiendo a otro tipo de profundidad verbal; el abismo, la muerte, y las referencias a los mitos clásicos, pilares temáticos que maneja con destreza “[...] todo silencio es un camino/ todo silencio es pesadilla/ que te arranca resinas de llantos [...]” (del poema “Memorias del abismo”). En Después de la caída volvemos a encontrarnos ese desdoblamiento del “yo” y ese gusto por el perspectivismo que se sostiene en los poemas, voces como la de Casandra, Mao Tse Tung, Virgilio o Flauvert asoman en los textos, con una crudeza que se aparta del sentimentalismo estos versos nos sumergen despedazados y absortos por los ácidos caminos del “ser” en esa búsqueda ontológica y necesaria del individuo por encontrar su lugar en el mundo. “[...] Yo vomito entre cardos para triturar dioses del cielo/ adusta horca sin azules. Silencio mordaz.” (del poema “Desvelo de Casandra”). En Al sur de los páramos el lector se encontrará con oraciones, deseos, llantos, preguntas sin respuestas, un discurso sin contención de infinita y desatada angustia íntima “[...] ¿cómo encontrar la boca/ que lame el espejismo de la tierra? [...]” (del poema “Oración en la penumbra del páramo”). Luego asistimos en El libro de los prójimos a la aparición de voces que constituyen el universo referencial de la autora; T.S. Eliot, Blake, Vallejo, para seguir esa línea a modo de filogenia poética con John Donne, Balzac, Colerige, Beaudelaire, e incluso Delacroix en La sombra que pasa, ahondando también en personajes y referencias bíblicas. En la Isla preterida junto a la figura de Gerard de Nerval aparece también un crudo monólogo de Boris Pasternak para después llegar a uno de los grandes poemas que componen esta antología: “Preterir la marea” donde se habla de lo que existe aunque también de aquello que no lo hace pero que deja la huella de su ausencia: (una constelación vacía, una mariposa sobre un nilon roto) “Me conmuevo siempre frente al mar./ Es dolorosa esa quietud.” versos que evocan a Leopardi y agudizan la mirada infinita, versos que nos hacen ampliar la mente hacia derroteros nunca vistos, versos que comulgan hacia un orden cósmico de marcada concepción espiritual y mística. En Los imponderables reinos Hernández Acosta nos lleva de las manos de Montaigne, Rasputín, Botticelli o Pascal hacia lugares donde las preguntas sin respuestas vuelven a aparecer, donde se exige al lector una nueva disposición a racionalizar el complejo mundo de lo emotivo y de la esencia del individuo pensante que padece y siente el vértigo y el caos. “No soy quien sueña con la inmutabilidad del alma/ tengo el valor de tocar las cosas./ De predicar sin el lenguaje/ de las barricadas. Escrúpulos/ de ordenar mi pensamiento.” (del poema “Enfermedades de Blaise Pascal”). Un nuevo orden para el mundo que equivalga a un nuevo orden del pensar, sin el abatimiento de la desesperanza pero con sabor crítico donde la carne a flor de piel se nos antoja eterna, desasida, vulnerable, donde el misterio del espíritu lucha por levantarse de un fango atroz. “[...] la porción íntima. La justa providencia./ Lo que es dado por encima de todas las derrotas.” (Del poema “Anunciación. Percance de Botticelli). En El fuego del ángel encontramos nuevamente referencias bíblicas donde lo religioso se torna en una sed infinita, y la fe se convierte a su vez en camino y destino del poeta. Y del último poemario incluido en esta antología El oro del imperio decir que por sus versos resuenan, envolventes, polifónicas, hímnicas, las figuras de Lautreamont, Séneca, Proust, Pound y Tolstoi como carriles rectos de un tren sin pausa que nos dirige hacia túneles profundos de un pensamiento lírico que ahonda en el verbo y en el ser, aventurándose en aquello que se dice aunque duela: “No basta plantar la rosa si está el rosado caracol debajo/ no brota lo que se lleva el viento/ cuando se está percutiendo/ desde el río a la marea con voces que lloran cuando se está activando una herida.” (Del poema “Conde de Lautreamont) por lo tanto, los argumentos poéticos de nuestra autora quedan fijados en esta antología que nace en una Cuba de vocación viajera, con un discurso diferente, desprovisto de estorbos, certero, limpio y audaz.


La poesía no es sólo el explotado mundo de los sentimientos, ni siquiera ha de estar basada en la emoción, ni tampoco en el contar, porque la poesía es el decir, ya que no cuenta nada pero lo dice todo, no es el sentimiento pero hace sentir, no es la razón última pero sí el principio de toda razón. La poesía crea conciencia, ganas de expandir la mente y de volcar en ella todo lo que nos rodea, incluso lo invisible. La poesía crea pensamiento crítico, enseña a meditar, a entender el mundo desde el lenguaje y a veces, sólo a veces, se le conocen atributos musicales que sosiegan el espíritu y dan placer al alma. La poesía es tan antigua como las pinturas rupestres de Altamira, y como éstas, ya nació compleja, complicada, caprichosa. Nada de lo humano le es ajeno aunque no esté hecha para todos los humanos. Pero sobre todo la poesía es un juego, una apuesta, un despliegue de trucos que algunos llaman magia, una advertencia al tiempo, una declaración de intenciones ante la eternidad, un ajuste de cuentas, un quitarle a la muerte la última palabra, una raya en el aire, las ondas sobre el agua, una piel erizada, la memoria hecha carne. La poesía es la parte más humana del ser humano, su producto más cierto, y a través de la mentira crea verdades tangibles. La poesía es tan científica como el color de las alas de esa mariposa efímera que no entiende de física pero puede volar.


“He pensado siempre en cómo he de morir

y si algo de mí puede salvarse.”


Miladis Hernández Acosta ha llegado a ese interesante punto de madurez que todo poeta ansía, una voz firme y propia la acompaña, y es la luz de sus versos certeros y profundos quien alumbra el camino de un espíritu voraz, crítico, perfilado con la esencia mística de su lírica lo que hallará el lector en esta sabia confesión infinita.


Vito Domínguez Calvo, Sevilla, 2020.














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